CREA | ULSA Oaxaca

Desde el rincón en penumbra

misterio en la casa

Maestra Laura Juárez

Directora de Formación Integral y Bienestar Universitario

Cada día era un desconcierto, especialmente cuando vivíamos en la calle de Brasil número 13, en el Centro Histórico de la hoy Ciudad de México. Mi familia y yo nos asomamos con grande azoro a una realidad que no podemos inscribir en el círculo de lo que llamamos lógico, comprobable o razonable, sino en ese rincón de penumbra donde queda lo que consideramos absurdo, imposible, inventado, imaginado, falso. “Y sin embargo… se mueve”, dijo Galileo para referirse a lo que los demás no podían aceptar como cierto. Cabe aclarar que casi siempre habitamos en construcciones muy antiguas, mal convertidas en vecindades. Mi mamá, mi hermano Alejandro y yo compartíamos esta sensibilidad o percepción de presencias anormales, sencillamente inexplicables.

Una noche, ya por la edad de los dieciséis años, vi por el espejo del ropero que la puerta que conducía de la recámara a la sala, extrañamente estaba entreabierta. Digo que esto era raro, porque era una puerta que batía con mucha facilidad y cerraba muy bien en cuanto uno la soltaba. Me acerqué y al querer jalar la puerta, me topé con que no bastaba mi fuerza para cerrarla. Alguien, al otro lado de la puerta, impedía que yo la cerrara. La tuve que soltar, y sonó el portazo. Luego la puerta volvió a quedar entreabierta. Mi hermana Irma, menor que yo, compartía por esa noche conmigo la recámara, y vio extrañada lo que ocurría. Revisé con atención para descubrir qué fuerza contraria a la mía no permitía que cerrara yo la puerta, pero no había nadie, y entonces me invadió el miedo. Quise sostener el ánimo de mi hermana y me mostré lo más valiente que pude; tanto como para intentar nuevamente cerrar la puerta. Apliqué toda mi fuerza, pero finalmente la tuve que soltar; sonó de nuevo el golpe de la puerta y corrí espantada al lado de mi hermana. Considero que no fue fruto de una sugestión, puesto que no había ninguna idea que nos dispusiera a sentir y a ver lo que estábamos percibiendo. Además, ocurrió cuando nadie lo esperaba.

Camila Alcocer, Grupo Formativo de Grabado

Otras veces, a diversas horas del día, escuchamos ruidos que no tenían correspondencia con el entorno. Cuando todos estábamos acostados ya sin la luz de las lámparas, en medio del silencio al que nos sometía la fatiga del día, tanto mi mamá como yo oíamos que el piso de duela rechinaba como si alguien caminara pesadamente. Una noche mi mamá se encontraba en su recamara y sentada en su sillón zurcía una prenda; de repente escuchamos unos fuertes golpes en la puerta que conducía a un corredor interno que conectaba con la puerta de entrada al departamento. De inmediato mi mamá se levantó y abrió la puerta, pero no había nadie. A los pocos minutos de este evento, recibimos la llamada de mi tía Concha para informar a mi mamá que su esposo, el tío Jesús Enríquez, acababa de fallecer.  Asumimos que quiso despedirse de mi mamá, ya que convivieron y se estimaron mucho.

El miedo me fue obligando a ir al baño acompañada en cuanto obscurecía, y si no era posible la compañía de alguien, prefería aguantar hasta que amaneciera. Especialmente nos aterraba lo inexplicable de un llanto desgarrador de mujer adulta, enigma que nunca pudimos convertir en idea clara.

Mi papá siempre nos invitaba a no hacer mucho caso de estas cosas, tratando de convencernos de que la imaginación nos había llevado demasiado lejos. En todo caso, sostenía que no había que acobardarse, sino enfrentar lo que uno ve o escucha y decirle con energía que se vaya a fastidiar a otro lado. Mi mamá sí creía en lo que percibíamos y me animaba a no dejar la oración y sobre todo a portarme bien.

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