Ni siquiera pude despedirme

El delantal
Susy Cueto
Grupo Representativo de Escritura Creativa
En la calle de Alcalá se ubica el puesto de dulces oaxaqueños Doña Cata. Ella me ha visto cruzar la misma calle desde que acompañaba a mi mamá al mercado, cuando caminaba con mi prima riéndome a carcajadas hacia las nieves Blanquita, y cuando la persona a mi lado era Lalo, mi primer novio.
Recuerdo llegar al puesto llena de mocos y lagrimeando cuando el 14 de febrero de ese año, Lalo me arrojó, como arrojas una servilleta al basurero, los chocolates que le llevé.
—Ay, niña tonta— dijo doña Cata, mientras me preparaba un piedrazo vistiendo su delantal de flores bordadas y me aconsejaba no aferrarme a esa mala experiencia. Me lo entregó con el bolillo bien remojado en mucho vinagre. El primer bocado de pan me supo agrio, y el último se llevó mi tristeza con lo crujiente de la cebolla; mis hipidos cesaron y la ira se desvaneció.
En otra ocasión estaba disfrutando de un nicuatole, esa gelatina de maíz con mucho caramelo rojo: desde el primer bocado, empecé a recordar la vez que me peleé con mi amiga Susana por mentirme en la cara, y el enojo me brotó del estómago; según doña Cata, parecía chile guajillo de lo colorada que estaba. —No vuelvo a cocinar enojada— la oí murmurar mientras amarraba una bolsa.
Sus nenguanitos son los únicos que se venden en la cuadra, y eso que son unos dulces de manteca de cerdo: ¡wakala! La extraña combinación crocante y suave al masticar se convierte en una masa enorme en la boca, que después no puedo tragar. Doña Cata se los vende a los gringillos diciendo: “Son los que más se venden”. Mentirosa, todos sabemos que, al escoger dulces, nadie se lleva las bolitas unidas con azúcar como primera opción. Para los extranjeros es una explosión de sabores, sus sonrisas se agrandan y los ojos se les iluminan al probar un bocado. “Buenísimo”, le dicen los güeritos en su intento de español. A mí me da risa, porque si les dijera de qué están hechos, estoy segura de que doña Cata me daría un coscorrón. Yo sigo sin entender cómo se meten eso a la boca y dicen que sabe exquisito.
Exquisito es hacerle compañía a doña Cata en su puesto frente a la funeraria donde velaron a mi abuelo. Sentada en una columna, me tomo un tejate, el grande de a litro con mucha espuma de cacao. “Mija, te va a caer pesado”, me dice una y otra vez al verme sorber como perro sediento el elixir de mi tierra. No puedo evitar reírme de su ocurrencia, jamás desperdiciaría ni una gota del tejate que prepara doña Cata. Al beberlo, una calidez enorme me recorre el cuerpo. Es como un abrazo al alma en cada sorbo, y me encanta acompañarlo con un barquillo relleno de nata, esa que sabe a gloria cuando te estás muriendo de estrés. Puedo asegurar que es mejor que un té de tila: el dulce de la nata es como si tu cuerpo entrara en trance y todo el mundo exterior se desvaneciera en el aire. Solo eres tú y el barquillo. Mientras vivo el momento, me presta su delantal y le ayudo dizque cobrando las bebidas y sirviendo el agua de jamaica, esa que hace todos los días con hielo y harta azúcar.

Paso por el puesto todos los días para saludar a doña Cata, y acompañarla los viernes se hizo ritual desde que entré a la preparatoria. Y, cuando es fin de clases, puedo quedarme un rato más a chismear. ¡De todo lo que me he enterado en ese puesto! Descubrí que la razón por la que María, la de las tostadas ya no iba a visitar a doña Cata, era porque según una de las alegrías que le vendió a su esposo lo hicieron irse con otra mujer. No entiendo qué tiene que ver un dulce de amaranto cubierto de chocolate con que sea una cornuda.
—Doña Cata, ¿qué tiene el amaranto, o qué?
— No es el cereal como tal, niña. — dijo doña Cata secándose las manos en su delantal de flores. —Es lo que provocó en el hombre y su poca decencia. ¡Echarme la culpa por su infidelidad, qué descaro! Simplemente le di un empujoncito para acomodarse los pantalones.
Doña Cata siguió removiendo el tejate; sus manos se movían ágiles sacando espuma del fondo de la jícara. La señora me dejó con más dudas, pero supongo que sí fue cosa de la alegría. No era la primera vez que algún alimento de doña Cata estaba liado en un chisme.
Hace algunos años, Macrina, la empleada de la jarciería juraba que los mamones de doña Cata le habían arruinado su compromiso con el contador del mercado, Carlos. Aseguraba que su romance iba viento en popa, pero que después de llevarlo a comerse un dulce en el puesto de Cata, todo se fue en picada. Carlos empezó a poner excusas para atrasar la boda, la relación con su suegra se volvió insoportable, y al final Macrina terminó regresando el anillo. Para ella, los mamones hicieron que su prometido se volviera otro, porque ya no quiso casarse con alguien de un barrio popular.
A la gente no le importó mucho y la tiraron de loca; pero a mí siempre me quedó la cosquilla sobre el poder de los dulces de doña Cata en las personas. Así como podía hacerte feliz, también podía llevarte a un mal día o arreglarte la vida.
Así como podía hacerte feliz, también podía llevarte a un mal día o arreglarte la vida
El día del velorio de doña Cata todos lloraban con sentimiento, la pesadez se sentía en el aire. Las personas del mercado repartían café con pan mientras que sus clientes más devotos seguían con una cara de incredulidad. Por mi parte, sentía un hueco en el corazón: mi confidente y cocinera favorita había estirado la pata. Ni siquiera pude despedirme de ella porque falleció mientras dormía; no logro entender por qué se fue para el otro lado si parecía saludable. Lo último que me quedó de ella fue su delantal y un litro de tejate en mi refrigerador; aunque me sentía triste y desanimada, al tomar el café que me ofrecieron en el funeral pude sentir una calidez inmensa.
Al fallecer doña Cata, la esquina quedó vacía durante dos años. Yo evitaba pasar por ahí porque me dolía no ver la sonrisa de la mujer desde el otro lado de la calle. El día de mi graduación de prepa iba de la mano de mi novio, y en la conocida esquina una fila de personas llamó mi atención: una nueva empresa de autobuses la ocupó como punto turístico. Vi a los extranjeros subiendo al autobús donde antes compraban los nenguanitos, donde los vende-experiencias, a través de mentiras, los llevaban a comer dulces de doña Cata. Ahora parecían sonreír dependiendo de lo que tuvieran en mano: un bote de agua, un alebrije o una bolsa de manta con bordado de Frida Kahlo.
Su delantal estuvo guardado en una caja que se quedó en casa de mi mamá durante los cuatro años de mi carrera, hasta que decidí desempolvarlo para hornear el pastel de cumpleaños de mi prometido: un bizcocho de chocolate con relleno de frutas. Le puse todo mi corazón al recordar los dulces de doña Cata. La carga de sentimientos me hizo llorar con una mezcla de amor, nostalgia e incertidumbre. ¿Le gustaría el pastel? ¿Sería un buen regalo?
Realmente fue un gran detalle para él: su sonrisa se agrandó al probarlo por primera vez y sus ojos se llenaron de agua. Creí que esa era la señal de que duraríamos mucho tiempo. No fue así. No pasaron dos semanas para que me dijera que el matrimonio no era lo que quería. Después de probar el bizcocho de chocolate, sintió que su lugar no era en esta ciudad a mi lado.
Cuando se fue, vi el delantal colgado en el rincón de la cocina. Hasta el día de hoy, sigo sintiendo la presencia de doña Cata, como cuando le compré el primer nicuatole