CREA | ULSA Oaxaca

Vienes cargando un muerto

circe

Isabella Giselle

Grupo Representativo de Escritura Creativa

Montaje con ilustraciones de Axel Zahid Aguilar, estudiante de Gestión y Desarrollo de las Artes

La señora no me era extraña, como nacida del mercado igual a muchas otras marchantas despachando desde temprano con el mandil despintado de tiempo, una falda hasta los tobillos y las trenzas de cabello y listones. Tenía unas manos hábiles en su trabajo y una dulzura en la voz que recordaba al almíbar que corre lento como ámbar desde la piel madura de las frutas en sus canastos.

Yo fingía observar la carne de otro mostrador mientras dudaba si acercarme. Al fondo, en su mesa, había tarros de vinagre y bolsitas con zanahoria, cebolla y chiles. Todos iban por carne y acababan llevándose algo más. Tenía cabezas de puerco exhibidas al frente de su mesa; parecían estar llorando. Lenguas de res colgando como si te sacara la lengua el niño más feo de la escuela, y tripas que parecían disolverse en una pesadez putrefacta desde un tubo de metal dispuesto sobre su puesto devorado por la cotidianidad aparente de un domingo.

El tercer puesto de la derecha. Una indicación sencilla. Pero, ¿y si me había equivocado? ¿Si realmente el puesto estaba a la izquierda? Sin quererlo, había estado mirándola en su rutina disuelta con el mercado. Reuní el valor para acercarme. Comprar algo y marcharme, sin más.

—Vienes cargando un muerto— Su voz crepitó como una llama antigua. La voz tenue se había ensombrecido y ahora me miraba; sentí su pupila pegada a mi cuerpo, recorriendo mis piernas, profundizando en mis arterias, en mis tendones; de algún modo se me metió en la piel y llegó sola a mis recuerdos. No era extraño para mí ir a buscar ayuda en los lugares menos esperados; el cansancio que me agobiaba desde hacía unas semanas y las situaciones extrañas a mi alrededor me habían llevado a seguir la indicación de una verdulera con quien iba cada martes.

Me tendió una bolsa de plástico negro, de esas con asas y me pidió que la acompañara. Me encontré de pronto, sin alternativa, entre los pasillos del mercado. Los aromas se metían con violencia en mi sistema. Mis pulmones se ahogaban en copal e incienso. Caminamos entre puestos de almidón, estropajos y extrañezas naturales; había piloncillo y miel en una esquina recordando el camino a los postres de una infancia lejana, y en la siguiente vuelta la garganta se me enfureció con una bocanada de aire de los puestos de chile y semillas secas. Nos detuvimos entonces en un puesto que tenía la ruda, el romero y el eucalipto armados en ramos abundantes sobre una superficie compuesta de canastos y cajas cerradas.  La vendedora ya la conocía; con solo vernos, tomó la bolsa negra que llevaba yo en la mano y se metió por voluntad a su puesto, perdiéndose en la negrura espesa de un estrecho pasillo condensado en estantes.

Un malestar me recorrió el cuerpo. La mujer salió de pronto y nos tendió la bolsa. Me llegó un olor sucio, no era puro, No existía en mi memoria rastro que hubiera mi olfato conocido para aterrizar ese hedor en experiencia. Había algo agrio y amargo, al tiempo que parecían irse vaciando de la bolsa moscas que se generaban en un instante putrefacto, como una atmósfera sorda e incorrecta.

—Vamos a ver quién te hizo esto —dijo la señora.

Pasamos por otros puestos donde pidió velas y hierbas para completar el pedido. Salimos del mercado cerca de las dos por la puerta que da a la avenida principal y en esas calles que parecen no tener salida continuamos hasta que el pavimento se suavizó en tierra suelta que levantaba en polvo el calor del medio día. Nos devoraron plantas de higuerilla y matas altas de pasto descuidado que nos fueron conduciendo por el camino, hasta que, por descuido, en un intento para cambiar a la otra mano la bolsa que se me había engarrotado en los dedos, el asa se resbaló con un suspiro artificial. El contenido se esparció en el suelo, un chasquido de carne putrefacta silenció el ambiente, el susurro de la hierba con el viento se detuvo abrupto y la tierra permaneció estática por unos segundos. Un zumbido llegó de pronto. Se instaló como un tono que me enloquecía, me picaba como insectos debajo de la piel. Ahora que parecía real, no pude retroceder.

No pude apartar la vista del suelo: era un gallo, con el pico abierto como pidiendo misericordia al aire. Las plumas nerviosas, el cuerpo tenso, las patas como si no supieran que ya no podían sostenerlo. La cabeza colgaba, apenas unida por la piel. El cuello, torcido.

El gallo parecía alborotarse, con la sangre negra arrastrándose por el suelo y los órganos expuestos al calor. Mi corazón latía como un susurro desprendido de su alma inquieta.

Sentí que me miraba. En sus ojos muertos, nublados, encontré todos mis miedos. El cielo me gritó, los pájaros me abandonaron. La señora permanecía inmóvil, de espaldas a mí. Estaba devorando el entorno como una pesadez terrible que ahogaba el aire.

Caí.

Montaje con grabado de Tessa Baldovino, Grupo Formativo de Grabado

Escuché mi aliento en la hierba: suave, sereno. La frescura me rozaba los muslos, los brazos. Las pestañas me pesaban.

Un ritmo danzaba bajo la tierra. El sol ya no calentaba. El pasto empezó a moverse contra mi piel: primero suave, luego violento. Yo no despertaba: un sueño feroz me mantenía quieta.

Me arrastraban. El dolor se alojó en mi carne, la piel empezaba a magullarse. Las rodillas, raspadas. El polvo me devoraba, la señora hablaba para sí en voz baja. Unos cerdos enloquecidos empezaron a meterse en mi cabeza, perforándome el cerebro, chillando al unísono como una melodía desesperada.

Sentí un tirón en el tobillo, el frío de una mesa metálica y calma, mucha calma cuando un silbido silenció todo. Por un instante, todo fue sereno, unas gotas húmedas cayeron desde mis extremidades. Se escuchaba un cuchillo entrando en la carne. El crujido de huesos contra la superficie, un chasquido estridente y luego el suspiro de la sangre y los tejidos abandonando el orden. El peso golpeando el suelo, como un animal que ha vivido su muerte. Sentía en las piernas un hormigueo que trepaba como garras al momento en que mis nervios eran arrancados y algo extendía mis tendones, hurgaba entre mis músculos, abría las fibras y desprendía la piel. Un temblor sacudió mi cuerpo. El sueño se hizo más denso.

Después, no hubo nada.

—¡Patitas de puerco! ¡Se venden! ¿Güerita, qué va a llevar? Las tengo en vinagre, o con frijoles, para preparar como guste. Tengo carne de primera calidad. Lo que busque.

La cabeza de cerdo está fresca. De hoy marchanta, apenas la preparé hoy.

Deja un comentario

Your email address will not be published.