Una ficción onírica
Giselle Ramírez Ramón
Grupo Representativo de Escritura Creativa
Ahogamos a nuestros ingenuos
Foto: Celine Villalobos, Grupo Representativo de Fotografía
Pobres, decían.
Pobres de los ingenuos e inocentes que aún guardan una gota de alegría en sus mentes.
En ese mundo, la ilusión era lo peor que podía existir. Te condenaba, decían. Te arrastraba a un sinfín de tristezas. Es inútil ya, decían. No sirve de nada seguir mirando al cielo en busca de aquel hombre de las nubes, repetían sin esperanza.
Hace tiempo, cuando las estrellas y la luna jugaban en un mar de luz y sombras, un hombre traía alegría año tras año. Cuando el sol salía, una infinita nube profunda pintada en aros de carmín y rayos de zafir se cernía por encima. Con ella los colores volvían; entonces el mundo tomaba su sentido y la vida era sencilla. Cuando el tiempo lo decía, el hombre volvía con una cauda interminable de estrellas. Arriba, en aquel manto oscuro había luceros cantando, arrullando las fantasías de quienes dormían. La luna danzaba contenta y el sol descansaba tranquilo en la antípoda.
¿Un día, una noche? el piloto no había vuelto.
¡Cuanto llegaron a conocer quienes arribaron después fue el oscuro día y la clara noche! Los colores se redujeron a una escala de grises que, según las miradas perdidas de quienes se sumían en un idéntico reflejo de vacío, era capaz de cautivar la libertad de aquel que guardara un rastro de anhelo.
Después de tanto tiempo, el hombre de las nubes se había reducido a las historias que se contaban a los niños para evitar que se sumieran en la bruma sofocante de la realidad. La monotonía amenazaba con arrancar de sus mentes quebradizas todo rastro de vida. Unos pocos intentaron soportar y mirar al cielo, pero la aterradora soledad de sentirse abandonados fue devorándolos lentamente. El dolor acudió y convirtió aquella luz en sombras, la melancolía se transformó en repudio y las mentes adultas sumidas en fatiga distorsionaron aquella fantasía, inventaron un monstruo, uno que por su naturaleza pasó desapercibido y encontró un hogar en aquellos corazones angustiados y ahogados en miseria.
¡Cuánta alegría traía el piloto en su nave!
Esa nave que, cuando no voló más entre las nubes, sólo dejó añoranza y tristeza para quienes quedaron en tierra.
Años pasaban. Eso decían los calendarios. Algunas personas aún mantenían la esperanza. Eran ellas quienes seguían la cuenta y arrancaban, como rutina, aquellas hojas numeradas que anunciaban con burla que la espera se mantenía fija en una fecha que iba en caída, cada vez más lejana y ajena a las súplicas…pero lo que los ataba a contar los días era creer que el piloto volvería.
Cuando la posibilidad de hallar nuevamente al hombre de las nubes se sembró en forma de susurro, entre miradas suplicantes y suspiros atormentados de los últimos ingenuos, la idea llegó a oídos del sol, que dedicó un rayo a apoyar esa búsqueda. Como todos, extravió su brillo entre aquel mar de grises que se había asentado en lo profundo de la tierra y se negaba a creer que fuera posible; pero el recuerdo de tiempos mejores le consumía en su propia desdicha y le obligaba a intentarlo.
Un rayo de sol que viajaba prófugo de sentido buscaba incansablemente a aquel capitán de sueños. Con la búsqueda los habitantes de ese mundo volvieron a sembrar retoños de ilusión. Fueron milenios hasta que por capricho de quien escribe, sucedió. Aquel fulgor halló al piloto recostado junto a su avión en un desierto, confinado a la prisión que dictaba un reloj de arena. Su nave era apenas un amasijo de piezas rotas, quebradas por impactos del tiempo, pero era evidente que aquel hombre no se separaría de la fantasía que le habría tenido atado, aferrado a la mentira piadosa que le decía que podía volver a volar.
Arte: Nadya Esperanza, formativo de Grabado
Cuando aquella diminuta imitación del sol imploró su ayuda, el aviador se negó, pues sabía bien que volar una vez más era sinónimo de perder su barca en partes disgregadas.
El destello apeló a razones y expresiones, pero nada era capaz de alejar aquellas ideas que se habían encajado en lo profundo del corazón de aquel piloto. Su nave no lograría otro vuelo, era consciente, pero la idea de ser el responsable de la miseria de todo un mundo le era devastadora. El resplandor, derrotado, no resistió la idea de haber fracasado en llevar nuevamente alegría a las personas y se hundió en aquellas cenizas que conformaban la arena del reloj.
El sol sintió que su rayo se extinguía
El sol sintió que su rayo se extinguía, y su corazón se pudrió por la melancolía, su latido cansado se apiadó y por fin, lo apagó. Sin él la luna se diluyó en ese mar de ceniza que se presumía cielo. Porque no habría quien resistiera la desesperanza hirviente de hallarse indefenso en la tristeza. Las personas ahora miraban un cielo vacío de un gris homogéneo que los paralizó en un momento infinito de abandono. Mientras, el aviador, reacio a despedirse de su avión, abrazó la idea de permanecer junto a su nave y retrasar en lo posible el momento en que el último gramo de arena cayera y enterrase las gastadas alas de la aeronave. Era consciente de la vida de desamparo a la había condenado -por su miedo a perderse a sí mismo junto a su nave- a las personas de ese mundo, pero se negó a abandonar a su compañera, aunque ésta le pedía a gritos que la olvidase.
Fue finalmente el tiempo quien se apiadó de todos. Los habitantes de ese mundo por fin se agotaron de la espera y quedaron sumidos en el silencio mortecino de un sueño eterno. El mismo tiempo misericordioso le concedió su libertad al piloto, cuando la arena enterró por completo la hélice de su nave. El aviador reaccionó y se dio cuenta de que los recuerdos que guardó como tesoros todo ese tiempo en los rincones oxidados de su avión, ya no estaban ahí. Se cumplió su sospecha: no sentía libertad en el aire, ni se sentía nuevamente volando, naufragó en una isla.
Perdió su presente y se ahogó a sí mismo en aquellas arenas.