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Luz y Tiempo

Dos disgresiones

maestro Humberto Bezares

Fuente de imágenes: Wikimedia Commons, del dominio público

I. Física

1687. Aparece en Inglaterra el Principia Mathematica de Isaac Newton, obra que valió a su autor el recinto perpetuo junto a reyes y patriarcas en la Abadía de Westminster. Un mortal elevado al olimpo sobre un pedestal de ecuaciones. Por más de 200 años la teoría de Newton rigió con la fuerza de la ley natural, hasta que un día de 1905 Albert Einstein formuló un desafío incontestable a la hegemonía de la física clásica que se sustentaba sobre un espacio y un tiempo absolutos. Con tan solo 26 años se cuestionó Einstein sobre la naturaleza de la luz; sobre su inmensa velocidad y la paradoja que esta hipótesis producía para la mecánica clásica. Afín a su estilo imaginativo, Einstein explicó la paradoja con el ejemplo de un tren en movimiento y dos observadores, uno sobre el tren y el otro al lado de las vías, cuyos puntos de vista respecto a un haz de luz emitido desde el tren serían divergentes pero correctos al mismo tiempo. Si la velocidad de la luz es constante, razonó el genio alemán, la única forma de explicar la divergencia de los puntos de vista es asumiendo la relatividad de “algo más”.


NASA/JPL-Caltech/UCLA
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Godfrey Kneller 
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Associated Press 
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La respuesta, elegante en su simplicidad matemática y preocupante por sus consecuencias para el sentido común, fue la relatividad del tiempo –y del espacio, por añadidura en una teoría que define un espacio-tiempo que se curva sobre sí mismo para producir un universo en el que todo ocurre en el instante eterno de un Aleph matemático. Fue así como la luz, con su inmensa más no infinita velocidad de propagación, reveló un universo simultáneo, lleno de agujeros negros y púlsares, cuya inmensa lejanía se mide en años luz: tiempo convertido en unidad de distancia tan inmensa como el vacío que aleja a los electrones del núcleo. Luz física de cuyos “fotones” fue el mismo Einstein descubridor, inaugurando así una reflexión sobre la equivalencia de la energía y la materia (E=mc2) que derivaría, 40 años más tarde, en la bomba atómica y su terrible resplandor. Energía de átomo. Luz de muerte.

II. Metafísica

La luz es materia. Sobre este descubrimiento construyó Einstein su teoría de la relatividad: la dualidad del universo que abrió las puertas de la física cuántica y un renacimiento sui generis de las cuestiones místicas. Porque la luz no es solo materia – res extensa que ocupa un lugar en el espacio y dura en el tiempo– sino también signo y reminiscencia. Se habla, por ejemplo, de la “luz de la razón” que brilló con particular brío en los días de la llamada “edad de las luces”, la Ilustración. Hoy sabemos que, como lo advirtió Octavio Paz, la demasiada luz se parece a la demasiada sombra: ninguna nos deja ver. Porque la luz de la razón opacó a esa otra luz que Dios separó de las tinieblas para dar origen al día y la noche. Y vio que la luz era buena. Aun en la muerte anhelamos la luz. Lux perpetua luceat eis, reza el misal católico: que brille para ellos la luz perpetua. Luz eterna es luz sin tiempo. No es, pues, accidente que en la era de la comunicación electrónica, con su omnipresencia global heredada de la dispersión lumínica, presenciemos la implantación de un “tiempo sin tiempo”. Tiempo puntillista (Bauman) que sustituye la sucesión mecánica por la simultaneidad eléctrica. La aldea global (McLuhan) sufre de aceleración. La mundanización de la luz no nos regresa el paraíso perdido, tan solo nos vuelve víctimas del frenesí y la ansiedad de un tiempo sin tiempo. Un mundo acelerado a la velocidad de la luz en el que su sentido divino ha sido destronado por la luz neón de un anuncio publicitario. Zumbido y luz perpetua para un paraíso fetichizado: Enjoy Coca-Cola. Edulcorada promesa de felicidad terrenal.       


Basile Morin (original) Teseo (this derivative version)
CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons
NASA Goddard Space Flight Center from Greenbelt, MD, USA
CC BY 2.0, via Wikimedia Commons

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