Nazco en un mundo al que soy ajeno
Rogar por memoria
Guillermo Bohorquez
Grupo Representativo de Escritura Creativa
Arte de Fernando Martínez, Grupo Representativo de Fotografía
Me dio vértigo el cielo azul profundo en el que se diluían los cuetes de chispas amarillas y rojo bermellón que la gente lanzaba para festejar las navidades. Saqué al patio una silla blanca para sentarme a ver los fuegos de artificio que trataban de imitar a las flores. En el letargo del resbaladizo plástico, dejé que el frío se apoderara de mí. Mirar boca arriba a las nubes oscurecidas es como querer caminar hacia donde no existe espacio, donde uno no puede poner un pie ni mirar si está por caerse. Pensé que el cielo se parece mucho a los ríos. Sentí vértigo porque el cielo ya no es el mismo que nos cubría en la casa de patio grande y cuartos disparejos. Estoy casi seguro de que tengo más o menos veintiocho años, y nunca he renegado de mi infancia porque siento que tuve la mejor. Adoraba jugar en el corredor que recordaba yo tan largo como la alameda; y, aun así, entre el portón de madera pretérita y los pilares que delimitaban el patio central, no cabían las guerras ficticias con los primos.
Tuve lo mejor sin tener todo. La protección de mis abuelos es lo que más añoro de la época en que mis papás pasaban el día entero en sus trabajos.
Agaché la mirada deshaciéndome en ruegos al infinito de oscuridad azul que pudiera volver solamente un momento a la casa en que crecí, junto al pelotón de primos con los que jugaba a dispararnos proyectiles de guayabas tiradas.
En la pensadera de volver y volver, un destello dejó al cielo blanco. No contaré el tránsito que sufrí por respetar el Misterio. El destello se intensificó al punto en que por mis párpados cerrados veía un rojo intenso que llegó al blanco más vivo, se enmarcó de amarillo y luego se apagó.
Era niño en vacaciones, caminaba descalzo y me entretenía viendo televisión mientras mi abuela preparaba la comida para que todos nos sentáramos a la mesa. Ella me llamaba extendiendo la última vocal de mi nombre para que le hiciera caso; yo salía del cuarto que tenía la ventana como de prisión; era una larga abertura por donde partículas suspendidas relucían en las diagonales de los rayos solares. Iba a la cocina con ella, la estufa estaba prendida, el calor azul hacía brotar burbujitas en el agua donde chiles verdes compartían balneario con tomates más rojos que el fuego. La salsa iba a quedar lista en minutos. Yo salía corriendo perseguido por el encabronado humo que se me metía por la nariz. Hasta hoy pienso que esa es la forma más efectiva de correr, de uno y de la casa, a los espíritus chocarreros. Aquellos diablos parecían salir colados por el tragaluz que estaba sobre la estufa, entre corrientes espirales de humo y grasa suspendida que dejaron estigma en el techo que terminó negro. Solo los sartenes carbonizados fueron testigos de lo que no vi, pues en la prisa por escapar del picor, toda luz se apagó.
Me restregué los ojos despacito. Me costó reponerme de lo brusca que había sido la luz conmigo. Al quitar las manos de mis ojos, un calor tembloroso me invadió el espinazo. Ya no estaba sentado en la silla blanca de plástico, mi cuerpo ahora se hundía en un sillón acolchado. Así me fui dando cuenta que estaba en un lugar que nunca había visitado, pero que extrañamente conocía; una habitación de muros blancos y pocos muebles. Había ruido en el salón contiguo. Cuando entré en aquel cuarto, toda la gente me celebró; estaban sentados a la mesa y bien vestidos. Los más pequeños me decían abuelo; entre el desconcierto sentí cariño por aquella gente que me quería sin que yo me sintiera conectado a ellos; extrañamente y a duras penas recordaba el nombre de todos. No estoy a gusto con ver a mis abuelos por unos pocos segundos, y no sé yo si pueda regresar a la casa de patio grande la próxima vez que se me alumbre la memoria.
Ni los fuegos artificiales de esta festividad lejana son los mismos imitadores de las flores, porque el humo que sueltan al extinguirse parece traer consigo a los diablos chocarreros que me corretearon en esos últimos segundos en que salí de la cocina de mi abuela.
Ahora, nazco en un mundo al que soy ajeno y donde la luna se hizo vieja de repente. ¿Quién hará salsa verde para mí? No habrá nadie que me llame con voz temblorosa para sentarme a comer.
Estoy perdido en decenas de navidades y ahora aparezco en una casa áspera y sin patio en la que me siento desnudo, en una familia a la que no pertenezco, y en un abismo en donde los seguiré extrañando, abuelos.
La Fan más grande de Memo
Excelente cuento🌟🌟🌟 Gracias Guillermo por escribir 💞🙏🏻
2 septiembre, 2024