CREA | ULSA Oaxaca

Y tú, ¿preguntarías?

Y nunca, nadie pregunta…

Valen Ríos

Grupo Representativo de Escritura Creativa

Intervención fotográfica: Leonardo Matías, Grupo Representativo de Fotografía

En este pueblo, las cosas siempre han sido así. Las mujeres nacen sabiendo su triste destino: casarse con el hombre que sus padres les imponen, ser buenas esposas, criar hijos y mantener las apariencias sobre su “familia”. No importa su felicidad, no importa si aman a su esposo, lo único que importa es que la tradición se cumpla.

Aquí nadie cuestiona nada y a nadie. 

Hay historias que la gente prefiere callar. Historias de novias que desaparecen antes de la boda, de esposos que no llegan al altar, de destinos que se rompen sin explicación alguna. Y aunque todos saben que no es obra de Dios ni del diablo, nunca, nadie, pregunta quién lo hace. 

Sarita…

Siempre supe que este día llegaría. Mi madre se sentó en la mesa de la cocina y, con lágrimas de tristeza bajando por sus mejillas, me dijo que debía casarme con Anselmo. —Es lo mejor para todos — dijo con la cabeza baja. Se me hizo nudo la garganta y tragué las palabras que querían salir de mi boca; porque en este pueblo, las mujeres jamás dicen que no. Solo asienten, sonríen y obedecen. 

Pero yo no. Esperé, porque el tiempo siempre ha sido mi mejor aliado. Y cuando llegó el día, salí de la casa vestida de blanco, sintiendo los ojos de la gente sobre mí. Pero no me importó. Yo sabía lo que pasaría. 

Anselmo…

El calor me tenía fastidiado. Maldita sea, ¿por qué siempre hacía tanto calor en este pueblo cuando algo importante pasa? Me ajusté la corbata, sintiendo cómo el sudor me escurría por la nuca. Siempre odié estos ridículos eventos, llenos de gente que solo venía por la comida gratis y por ver quién tenía el mejor vestido. Pero esta boda… esta boda era mi maldito funeral.

Mi padre, el Licenciado Vargas, llevaba meses presionándome. 

—Sarita es una buena muchacha, viene de una familia decente, sabe callarse la boca. 

Como si eso fuera suficiente para atarme de por vida. Como si a mí me importara que la chamaca fuera bonita o buena, si al final todas eran iguales: sonríen por fuera y te odian por dentro. 

Desde la ventana del segundo piso de la casa grande de mi padre, veía la iglesia. La entrada estaba llena de gente, puro metiche esperando el espectáculo; las sillas estaban colocadas, los músicos afinaban sus instrumentos. Mi madre se acomodaba la mantilla, mi padre daba órdenes como si estuviera cerrando un negocio, y entre toda la multitud estaba ella: Sarita. Vestida de blanco, con el velo a medio cubrir la cara. Algo en ella me puso nervioso, no caminaba como una novia resignada. No parecía asustada, ni siquiera molesta. Caminaba con calma con una tranquilidad que me hizo sentir un escalofrío. 

Sentí el aire cambiar. No sé de dónde salió, pero fue como si alguien hubiera abierto la puerta de mi cerebro y un pensamiento oscuro se colara en mi cabeza sin que pudiera detenerlo. Algo anda mal. Parpadeé y el cuarto se sintió más chico, más pesado. De repente un susurro me hizo cosquillas en el oído: no te cases.

Mi piel se erizó por completo. El espejo de la habitación reflejaba mi imagen; algo estaba raro en mi mirada. Lo que veía no eran mis ojos, eran más oscuros, más vacíos. Retrocedí en ese momento. Sin embargo, la voz repitió una vez más: no te cases.

Sarita…

Cuando vi a Anselmo en la ventana, supe que el destino ya estaba trabajando. Subí las escaleras de la iglesia sin apurarme, dejando que todo sucediera a su propio tiempo. El cura en el altar, mi madre respiraba entrecortadamente y mi suegro lucía satisfecho, como si ya me hubiera puesto una etiqueta de propiedad.

Entonces… las campanas sonaron. No en su ritmo usual, sino con una desesperación extraña.

Anselmo…

Intenté gritar, pero algo invisible me jaló de la camisa, arrastrándome hacia la puerta. No recuerdo haber corrido, no recuerdo haber subido los escalones de madera podrida del campanario. Pero cuando reaccioné, estaba ahí, viendo el pueblo desde lo alto, con el viento golpeándome la cara.

Y entonces la vi de nuevo. Ahí abajo, entre la multitud, Sarita me miraba. Ya sin velo, sonriendo. Sonriendo.

Y lo último que recuerdo antes de que todo se volviera negro fue su maldita sonrisa y esos hoyuelos marcados en sus mejillas. Cuando la gente me encontró colgado del campanario, ya no era yo. Y Sarita, con toda la tranquilidad del mundo, bajó la mirada, se arregló el vestido y sin más, se fue.

Porque en este pueblo, todos saben que cuando una mujer no quiere casarse… el destino se encarga de solucionarlo. Y nunca, nadie, pregunta cómo.

Sarita…

El pueblo entero volteó hacia el campanario. Salí del templo para ver qué era lo que todos observaban, los gritos de las mujeres inundaban el ambiente.  

Otra campanada se volvió a escuchar, el velo que tenía sujetado en la cabeza se lo llevo la intensidad del viento, alce la mirada como todos. Y ahí estaba él. Anselmo colgaba entre las campanas, con la cabeza inclinada y los ojos abiertos de par en par. 

El silencio cayó sobre la iglesia como un manto pesado. Algunos hicieron la señal de la cruz. Otros miraron de reojo al Licenciado Vargas, esperando su reacción. Pero nadie dijo nada. Nadie.

Yo respiré hondo.

Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, sonreí. Mis hoyuelos se marcaron como hacía años que no lo hacían.

Bajé la mirada, me arreglé el vestido y, sin más, salí del atrio de la iglesia.

Porque en este pueblo, cuando una mujer no quiere casarse…el destino se encarga de solucionarlo.

Y nunca, nadie, pregunta cómo.

Después de aquel día, las cosas volvieron a la normalidad en el pueblo, como siempre sucede cuando algo raro ocurre. Las campanas dejaron de sonar, el sol volvió a brillar con la misma intensidad y la gente, como si nada hubiera pasado, siguió con sus vidas.

Y de Anselmo, muy por lo bajo, algunos decían que nunca había sido el tipo de hombre que se casaría por amor. Otros susurraban que tal vez el destino ya lo tenía marcado para algo completamente diferente, y que su fin era inevitable. Pero nadie se atrevió a preguntar.

Sarita por su parte comenzó un nuevo trabajo en el centro infantil. Lo hizo en silencio, con la frente en alto; pero todos sabían el motivo real: en el pueblo, una mujer que ya recibió una propuesta de matrimonio y no llegó al altar, queda marcada. 

Ningún hombre decente se casa con alguien así. Decían que trae mala suerte, que algo en ellas “ya estaba usado”, como si el simple hecho de haber sido prometida hiciera de Sarita una persona marginada. 

Y ella lo sabía. 

Sabía que ya no tendría la boda soñada, ni los hijos que alguna vez imaginó. Por eso encontró refugio entre los niños huérfanos del centro infantil. Los cuidaba con una gran ternura, como si en cada caricia sanara algo que a ella también le dolía. *Y aunque ya no sería madre, se convirtió en la figura más maternal del pueblo.

A veces en las noches más oscuras, Doña Juana, madre de Sarita, se asomaba al balcón y sentía, una presencia extraña; como si alguien la observara desde las sombras, esas que parecen tener secretos que nadie quiere descubrir. 

Porque en este pueblo, en algún rincón olvidado, hay historias que nunca se cuentan.

Y nunca, nadie, pregunta sobre ellas. 

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