CREA | ULSA Oaxaca

Silueta en el umbral

pareidolia

Ricardo Guzmán Jiménez

Foto: Copped Hall Garden at Night by Christine Matthews, CC BY-SA 2.0 <https://creativecommons.org/licenses/by-sa/2.0>, via Wikimedia Commons

El reloj de péndulo marcaba las siete con un golpeteo sordo, apenas audible sobre el constante murmullo del agua. Desde su habitación en el segundo piso, Lucía podía oír la serena corriente de la oxidada fuente de hierro que se alzaba frente a la vieja casa.

La casa había pertenecido a su tío, un hombre callado al que apenas recordaba, salvo por el olor a Microdacyn que emanaba de sus camisas. Había muerto hacía seis meses, supuestamente tras una caída en la escalera principal. Lucía no conocía los detalles, pues la Fiscalía no se había molestado en abrir una carpeta de investigación.

Desde que llegó, no había podido dormir bien. No era el crujir de la madera, ni el agudo silbido del viento. Era algo más. Algo en el aire que la llenaba de inquietud, a veces en forma de un susurro en su oído o una silueta en el vidrio opaco de la ventana. Esa mañana encontró una huella húmeda en el suelo de la cocina. No había llovido desde hacía días y la puerta se encontraba tan cerrada como la noche anterior. Se agachó para observarla mejor y notó que apuntaba hacia el patio, hacia la fuente. Lucía se quedó, contemplativa, observando el agua corriendo.

Montaje a partir de: CarlosVdeHabsburgo, CC BY-SA 4.0 <https://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0>, via Wikimedia Commons

Salió de la cocina sin ponerse el abrigo; la helada mañana la hizo temblar. Se dirigió a la fuente con temeridad. La luz del alba penetraba en el agua cristalina. El fondo de la fuente se veía más oscuro ese día, más profundo. El metálico olor de la fuente era intenso, haciendo que sus fosas nasales se irritaran. Un sentimiento de absoluto pavor se apoderó de Lucía. Con paso apresurado regresó a la cocina, ignorando las mariposas revoloteando en su estómago. Acto seguido, bajó las persianas y sacó un frasco de comino de la despensa. La bocanada del fuerte aroma le ayudó a olvidarse de la fuente y continuar con su día.

El reloj marcó las once de la noche, acompañado del canto de los grillos. Lucía no podía dormir, como de costumbre. A pesar de sus esfuerzos, no podía dejar de pensar en la fuente, en el olor, en el agua corriendo.

En el reloj sonaron las doce. Una mosca había entrado a su habitación; el zumbido era fastidioso y reconfortante a la vez. Los ojos cansados de Lucía seguían al insecto, presenciando por enésima vez cómo intentaba salir por la ventana cerrada.

El reloj marcó la una. Lucía se sentía como reclusa, las cuatro paredes de la habitación encerraban el aire cada vez más. Finalmente decidió salir, diciéndose a sí misma que solo era para respirar aire fresco.

La luz de la luna apenas iluminaba el patio. Su piel se erizó por el frío y su corazón se aceleró más, como si le faltara aire.

Se acercó a la fuente una vez más; el fondo se veía como un vacío inacabable. El olor volvió a invadir su nariz, pero esta vez no la disuadió. Lucía metió sus brazos en el agua y se inclinó hasta que sintió algo. Lo agarró con desesperación, lo sacó del agua y lo soltó.

Cayó en el suelo con un golpe sordo. Frente a Lucía yacía un bulto envuelto en tela negra, manchado de rojo y desprendiendo un olor punzante y metálico.

Lucía no gritó. Solo lo miró, respirando hondo. No abrió el bulto, no hacía falta. Tenía la forma exacta del torso de un hombre.

El reloj volvió a sonar. Dos campanadas. Ya eran las dos.

Miró hacia la casa. La puerta que había cerrado estaba abierta, una silueta se recortaba en el umbral, muy quieta, como esperándola.

Lucía no se movió. No corrió. Tampoco gritó. Solo miró.

Y la figura sonrió.

Montaje a partir de: Anjan Kumar Kundu, CC BY 4.0 <https://creativecommons.org/licenses/by/4.0>, via Wikimedia Commons

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