¡Escritora invitada!

La sucesora
Perla Muñoz
Pieza del Grupo Representativo de Artes Visuales
Perla Muñoz nació en Ocotlán de Morelos, Oaxaca. Editorial Avispero publicó su primer libro de cuentos, Desquicios, en 2017. Colabora en suplementos culturales, así como en revistas digitales e impresas. Es mediadora cultural en proyectos para las infancias. Fue beneficiada por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en la categoría de Novela en 2021. Escribe.
Emergí de una herida solitaria a donde los pájaros destinan su último canto. Me lo dijo la abuela antes de morir. Sus ojos negros ni tan siquiera me miraron. Abuela, dije, como si quisiera acariciarla con mis palabras. Pero no pude soportarlo. Y me incliné hacia la ventana. Afuera, el aliento del sol se extinguía y dejaba caer sus débiles tentáculos sobre las cenizas del día. Madre había dicho lo mismo. Todas hemos heredado algo. La noche nerviosa fue entrando con vacilo.
La casa de la abuela estaba trenzada como una estrella. En un pico estaba la habitación principal y en los demás, se extendían las partes de la casa: la cocina, una pequeña estancia, dos recámaras, el patio y el pozo. Recuerdo muy bien el árbol de pirul que, en medio de la estrella, abrazaba nuestras maldiciones y nos daba consuelo. El árbol era como un ángel que había decidido quedarse para siempre. La casa está casi derruida. Tiene el brillo del derrumbe.
Madre está en la cocina mirando el televisor. Ha puesto agua sobre la estufa. Pregunta si quiero café. Le digo que no. Que me voy. ¿A dónde?, exclama con sorpresa. Tú no puedes irte. Suelto burlonamente una risa exagerada. Me voy a casa, se lo digo casi gritando, salpicándole mi enfado. ¡Estás en tu casa!, me suelta ella. ¿A dónde irás lejos de mí, pequeña venadita? Sus palabras me atraviesan la piel. Madre desata un llanto suave. El mismo de toda la vida. ¡Vete y déjanos en paz! grita ella. No puedo disimular mi aturdimiento y comienzo a golpear la pared. Ambas sepultamos el silencio de una manera brutal. Ha pasado apenas una semana del entierro de la abuela. Soy una desalmada, me digo, soy una perra sin corazón.
Al despertar, madre ya tiene el desayuno en la mesa. Cuéntame, es él otra vez, ¿verdad? Detesto el olor de la coliflor y la sopa de lentejas. Madre come con los dedos. Me uno a la mesa con cierta repulsión. Sí, otra vez, le contesté y le enseño mi piel roja, bastante hinchada. Parece quemada. Qué te digo, mientras tu padre se revolcaba con cuanta golfa a mí me salieron en el pecho estos lunares: eran manchas negras con un punto rojo al centro. En cuanto dejé de atormentarme se fueron haciendo pequeños. Lo tuyo se ve peor. Pero no te preocupes. Siempre tengo el remedio, me dijo muy segura. Recordé los caldos de cochinilla que se hacía por las madrugadas mientras esperaba a que papá volviera. Madre dice que los bichos bolita hacen más fuerte el corazón. Por siete días la comerás, me ordena. ¿Ahora sí puedo irme?, pregunto con ingenuidad. Tú puedes hacer lo que se te dé la gana.
¿A dónde quieres ir mi pequeña venadita?
Me quedo en casa de la abuela. Madre no ha salido de aquí desde hace cinco años. ¡Es mi sangre! responde alterada cuando la invito comer a algún restaurante. ¡Ella me necesita! ¿Por qué no lo entiendes? Ahora estamos frente a frente. Se ve serena recibiendo el calor del sol. Me sonríe y me calma. Yo continúo esperando. Pero H no llama. Mi piel comienza a irritarse. Siento su enfado y me pica por todas partes. Me rasguño detrás del cuello, entre las orejas. Me digo a mí misma que no es nada, sólo pasan demasiadas cosas en un periodo violentamente corto. La abuela se muere, mi hermano en la cárcel por brutalidad misógina y la prima Vone desaparece. Habíamos crecido juntas en casa de la abuela. No sé si ella también ha nacido de la misma herida. Una noche de año nuevo tío K se encerró en una habitación. Gritaba, lloraba, golpeaba los muros. Todos los días. Todas las horas. ¡Que se muera, por favor! ¡Nadie te extrañará!, decía Vone con desespero. Tenía sus maletas hechas, pero nunca se fue. Un día Madre encontró a tío K con los dedos arrancados, desnudo y con los ojos cubiertos de niebla. Vone se convirtió en una estatua. Nunca dijo nada más. Madre lloró y se acurrucó en los brazos de la abuela. Se volvieron una. De tío K ya nadie pregunta. Su nombre quedó prohibido.
Sólo queda Madre.
Mi abuela tuvo catorce hijos.
Conocí a tres.
Oigo el sonido del televisor. Madre habla sola. Se ríe sola. Los mosquitos comienzan su caza. Entro a mi antigua habitación. Cuando vuelvo, el sol ilumina el terrible desamparo y su desasosiego. Las paredes sucias, telarañas abandonadas. Siempre jugaba con ir a casa. Todavía juego con llegar a mi hogar. Fue el otoño pasado cuando H vino por mí. Madre abrió la puerta. Me susurró que era un hombre triste. ¿No dejarás que entre en ti todas las sombras que trae? ¿o sí? No la miré. La odié. Recibí a H y comimos rápido. Subimos al coche con sólo una maleta. Me preguntó si era suficiente. Le dije que estaba bien. Nada de lo que tengo tiene valor alguno. Nada.

Diana Cruz Cortés, Grupo Formativo de Grabado
Su casa es dorada. Recibe los disparos del sol y extiende su agonía el resto de la mañana. Quedábamos totalmente a oscuras desde las siete. Por las noches, sentíamos el frío en los pies. Las puertas corredizas parecían cubrirse de hielo. Desde el sillón miraba el árbol de en medio. Era un tabachín joven. H trabajaba a diario escarbando el pozo. Con desespero lo escuchaba clavar la pala y sacar tierra. Creo que busca una respuesta. En medio de la casa el árbol florece. El árbol es como un reflejo. Un juego diabólico.
Madre ha abierto la puerta. Trae la sopa con ella. Sórbela poco a poco. No lo pienses y mastica. Están vivos todavía. En mi cuchara los bichos bolita se encogen y se estiran como diminutos acordeones. Han hervido, dice madre. Les he dicho que serán tus salvadores. ¿De qué? Estás en casa, nadie podrá hacerte ninguna maldad ¿Lo comerás tú sola o necesitas que te lo meta a la boca? Al salir apagó la luz.
Todas hemos heredado algo, me dijo.
H dejó sus llaves del coche en la mesita de entrada. ¿Has visto la pala? ¡Necesito una nueva! me exigió. No hice caso y temblando me acerqué a tomar las llaves del auto. No sabes conducir, ¿a dónde vas? Mi corazón palpitaba. Y sentí un terrible ardor en la piel. Se desprendía. Me picaba. Fuego. La chirimía se oía desafiante. La puerta se fue haciendo pequeña, pequeñita, hasta casi desaparecer.