una historia de migración, conflictos y familia
Texto creativo resultado de una sesión de escritura en la que las integrantes del Grupo Representativo de Escritura Creativa buscaron casos de migración en sus historias familiares o en noticias de actualidad para conectar emocionalmente con esa persona y escribir sobre esa experiencia.
A papá. Porque ya no puedes contarlo, porque fuiste migración y porque eres más que un recuerdo, prometí hacerlo por ti.
Nacer aquí nunca fue un obstáculo. Ser el menor de nueve hermanos tampoco, aun cuando de dos de ellas sólo quedara el recuerdo; la muerte esperaba pacientemente nuestro turno desde los cafetales de la casa, desde el horno de pan o desde el campo donde compartíamos tiempo con las tormentas.
Los brazos de mamá eran un sueño, sus manos siempre ocupadas con bolitas de masa, comales, animales y pan. Aquellas manos que solo se me acercaban cuando los dientes amenazaban con huir de mi boca. El mandil en su regazo parecía el cielo, un cielo sólo para mí. Sus manos se atareaban moviendo aquellas representaciones de maíz. El tiempo nunca se sentía suficiente pues solo tuve ese abrazo veinte veces, uno por cada diente de leche. Recuerdo que soñaba con ser como papá, con la fuerza de un dios, con la inteligencia de un erudito que lo hacía tener la mente ocupada en cosas que a mis doce años ni siquiera imaginaba.
Hay preguntas que guardé por años. Por ejemplo, por qué mamá me dejó ir de casa a una ciudad desconocida, existente solo por las bocas de mis hermanas mayores. Nunca comprendí por qué nadie peleó para que me quedara en casa, aun cuando era el más pequeño. Tampoco por qué papá me negó una vida como la suya, en aquel lugar donde el frío quema la piel y el sol me recordaba la felicidad; jamás entendí por qué me quitaron la vista del cielo estrellado antes de dormir y lo cambiaron por la cama superior de una litera, una entre cientos de aquel internado. Mamá solo pudo responder con llanto muchos años después. Siempre busqué una explicación, pero su silencio fue suficiente para perdonar. Despedí una vida, despedí las tardes haciendo pan, las risas de mis hermanos, los últimos días de lucidez de papá y mi gran tesoro, el regazo de mamá; aquel que agonizó en una cama de hospital por trece años antes de entregarme un último abrazo que me recordara mi propio cielo estrellado.