CREA | ULSA Oaxaca

Creación literaria 2

Dos historias de noviembre

por Mayte Scanda

Grupo representativo de Escritura Creativa

Mercado de las flores

Caminaba de manera tan correcta, sin prisas y sin nada que la inmutara. Alzaba la vista de vez en cuando, al mismo tiempo que volvía a acomodar la larga tela que llevaba por velo. Sus ojos profundos se perdían en el intenso brillo de la luna, mientras el largo pasto que crecía en el campo acariciaba sus piernas y las pequeñas gotas de rocío mojaban ligeramente su vestido. Mientras continuaba su larga caminata, también observaba al pueblo que descansaba a los pies de la montaña, sin luces, todo solitario.

-Qué hermosas son las madrugadas de noviembre-. Dijo en un susurro, temiendo despertar a la gente que dormía.

Con una mirada curiosa y altiva entró al pueblo. Se encaminó por las pequeñas calles, admirando las texturas de las paredes y mostrándose perpleja por las plantas que adornaban las fachadas de las casas que recorría.

Siguió su camino hasta llegar al mercado del pueblo, y sin hacer tanto ruido brincó la pequeña barda como si de una niña se tratase. Estando ahí, se perdió entre olores y sabores, extasiándose a cada paso con el aroma de cempasúchil y chocolate que emanaba de los pequeños puestos, tomando de tanto en tanto ramitos de las flores anaranjadas.

Había tantas cosas por ver, tantos bordados coloridos por doquier, haciendo parecer una noche fresca y oscura como la más cálida e iluminada de todas. El tiempo en el lugar era casi efímero, los primeros rayos de luz empezaron a salir anunciando el final de su visita al pueblo. De manera triste y un tanto infantil se encaminó a la montaña, volteando a cada paso, tratando de ver cómo el pueblo se hacía más pequeño mientras avanzaba.

Sin darse cuenta, durante su partida había sido observada, porque, aunque a ella le costara admitirlo, podía llegar a ser algo indiscreta.

– ¿Quién es ella, abuelo?

– ¿Quién?

-La muchacha que va hacia la montaña.

Acomodando sus lentes y entrecerrando un poco los ojos con la esperanza de ver un poco mejor, el abuelo esbozó una gran sonrisa.

-Es la muerte

– ¿Son malas noticias entonces?

-No, solo viene de visita, ya sabes, algo rutinario.

-Me la imaginaba diferente… no lo sé, pensé que sería mayor.

-Ni la vida es tan joven y ni la muerte es tan vieja, muchacho.

El viejo y el niño observaron los pasos juguetones que daba mientras tarareaba de manera despreocupada, hasta que ella se sintió observada y con algo de vergüenza dejó de caminar, pero nunca apartó la mirada.

– ¿La conoces, abuelo?

-Espero no hacerlo en mucho tiempo.

– ¿Pero ¿qué hace aquí, abuelo? ¿Por qué vino?

-No lo sé muchacho, la muerte hace cosas que muchas veces no comprendemos. Solo sé que cada que aparece es porque los que se han ido vienen de visita.

– ¿Y por qué nos está viendo? ¿Nos quiere hacer daño?

-No hijo, ¡ja! Ella no es mala. Supongo que incluso reconoce lo hermoso que es mirar la vida.


Chocolate y pan

Sentada en su sillón favorito de toda la casa se encontraba la pequeña Mirna sosteniendo al revés un libro viejo, con una portada ilegible y ligeramente más grande que su cabeza. Aún no anochecía completamente, por lo que la luz del sol se filtraba por la pequeña ventana de su escondite y, como si tuviera idea de lo que estaba leyendo, se daba aires de estar sumamente concentrada.

Solo fue cuestión de minutos para que las ansias la comenzaran a invadir y para que el prominente libro terminara en una mesa cerca de su cama. Sin pensarlo dos veces, y aprovechando los últimos rayos del día, bajó corriendo por las escaleras, prendió la estufa y empezó a calentar leche. Una vez que su cálculo le indicó que el pequeño pocillo estaba caliente, comenzó a agregar pequeños pedazos de chocolate para que de manera uniforme se unieran a la mezcla.

Se asomó por la ventana más cercana, mostrándose aún más ansiosa cuando se dio cuenta de que la luna ya mostraba un poco más de dominio en el cielo. Como si de ella dependiera, comenzó a mover aún más rápido las manos para intentar homogeneizar los pedazos de chocolate que todavía no se habían derretido.

Cuando sus manos se cansaron de mover la leche empezó la segunda parte de su no tan elaborada merienda: corrió hacia la mesa del comedor, abriendo abruptamente una gran bolsa de plástico y troceando el pan que se encontraba adentro con sus pequeñas manos -porque su mamá no le permitía utilizar cuchillos. La mezcla empezó a desbordarse en la estufa; ella fue de manera un tanto torpe a apagarla, para después vaciar el contenido en dos grandes tazas. Con todo el cuidado que una niña de seis años puede tener, puso algunos trozos de pan en un alargado plato, acomodando finalmente la gran mesa para dos personas.

Se dedicó a escuchar las manecillas del reloj como si comprendiera el paso del tiempo en aquel aparato y cuando pareciera que la noche no podía ser más oscura y fría alguien tocó a la puerta. Algo somnolienta, pero sin dejar de estar alegre fue a recibir a su invitada, dejándola pasar, y como si de un capricho se tratara, le insistió en ir al comedor.

-Te hice la cena… no tienes de qué preocuparte. Mis papás regresarán muy tarde de trabajar. Puedes quedarte el tiempo que quieras.

La recién llegada, con un gesto enternecido, tomó el alargado plato con el pan, que estaba reducido casi a migajas, para intentar remojar aunque fuera un pedazo en un ya frío chocolate. Eso no importaba, porque realmente disfrutaba de la compañía de su pequeña anfitriona; a fin de cuentas, ya le era muy difícil lidiar con la soledad a esas alturas de su vida.

Durante el transcurso de la cena, la invitada se dio cuenta de que la pequeña estaba demasiado tranquila. En comparación a sus anteriores visitas la niña no corría por toda la casa, no se carcajeaba, y no estaba hablando sobre el último cuento que había leído.

Una vez que Mirna se quedó dormida en algún lugar de la sala, la invitada comenzó a limpiar la mesa donde habían compartido la cena durante los últimos meses. Cuando llevó los trastes al pequeño fregadero y pasó a un lado de la estufa, se dio cuenta de por qué su anfitriona se encontraba tan cansada: la llave de gas se había quedado abierta durante toda la noche.

 

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